dissabte, 2 de juny del 2012

Entrevista a César Aira: "Se necesita mucha sinceridad y mucha convicción para escribir mal"


[Publicada originalmente en la revista Quimera, número 303 de febrero de 2009, y posteriormente en el suplemento cultural del diario Perfil del domingo 10 de Mayo de 2009 en Buenos Aires.]

Pese a que la editorial Mondadori viene ofreciendo volúmenes en los que se reúnen tres o más obras que aparecieron originalmente separadas, la mayor parte de sus libros circula dispersa entre varias editoriales, muchas de ellas de difícil acceso. Recientemente, Interzona Editora ha declarado el cese de su actividad editorial, sin que quede claro qué sucederá con el fondo publicado hasta ahora, donde podemos encontrar dos libros suyos: Yo era una chica moderna (2004) y Yo era una niña de siete años (2005). ¿No le preocupa la dificultad que esta dispersión supone para sus lectores?
No, no me preocupa. Al contrario: me preocuparía aparecer ante mis eventuales lectores como un producto, como algo que se ofrece y se publicita y se le acerca al consumidor.  Algo de eso pasa, es inevitable, porque los editores tienen que hacer su negocio. Pero compenso con las pequeñas editoriales independientes, gracias a las cuales consigo mantener oculta una parte de mi obra. Un poco de misterio no le hace mal a la literatura. Como lo sabe bien cualquier lector, un componente importante del placer de la lectura es encontrar al fin el libro, es decir haber salido a buscarlo, por iniciativa propia del deseo o el capricho. Si te lo traen a tu casa, es como si valiera menos. Además, me gusta esa cortesía del libro, de saber esperar a su lector, si es necesario durante muchos años.

Da la sensación que la dispersión editorial se relaciona con el gusto por los personajes viajeros; incluso en las novelas con pocos escenarios, hay un movimiento constante: en Las conversaciones (2007), por ejemplo, el protagonista insomne recrea desde el lecho una conversación que le lleva de Hollywood a Ucrania, entre suposiciones y escenas de película.
No lo había notado, pero sí, hay una cierta inestabilidad en mis personajes, no sólo por su movilidad tempoespacial sino también por la reconfiguración que van sufriendo a lo largo de la novela. Supongo que se debe a que no construyo psicológicamente a los personajes; los hago apenas instrumentos de la historia, y como las historias de mis novelas las voy inventando a medida que las escribo, y cambian de rumbo todo el tiempo, es inevitable que los personajes se transformen todo el tiempo (y estoy convencido de que en la vida real pasa lo mismo).

Varios protagonistas de sus novelas se llaman César Aira: un niño que se refiere a sí mismo en femenino en Cómo me hice monja (1993),  un médico paranormal en Las curas milagrosas del Doctor Aira (1998), un sabio loco escritor en El congreso de literatura (1997), un escritor de libros de autoayuda en La Serpiente (1998), etc. ¿Estas mutaciones de la ficción tienen algo que ver con el movimiento y la dispersión de que hablábamos antes?
Hay muchas cosas en mis libros (casi todas, o todas) que no puedo explicar. Me temo que a los escritores más que el sentido nos importa el sonido, o en todo caso el sonido del sentido. A veces invento una explicación a posteriori. Por ejemplo en Las Curas Milagrosas del Doctor Aira, que el protagonista tenga mi nombre indicaría que hay algo así como una alegoría mutua entre escritores y curanderos. (Pero esa novela la escribí muy en serio, como un exorcismo, para un amigo que estaba enfermo y murió poco después.) A veces se me ocurre una explicación en medio de la escritura, y entonces me dedico a sabotearla desde adentro y por anticipado.

A menudo sus novelas acaban con unos finales tan espectaculares como desconcertantes. ¿Podrían considerarse también como un sabotaje de todas las páginas precedentes?
Siempre creí que los finales precipitados y poco elaborados de mis novelas se debían a la pereza, al aburrimiento, a las ganas de terminar de una vez para empezar otra. Algo de eso debe de haber, porque para mí todo el placer de escribir una novela está en empezarla, en partir a la aventura, lleno de esperanzas. Lo ideal sería dejarlas inconclusas. Pero hay un modo de darles un buen fin: detenerme antes del último capítulo o el último episodio, y planearlo como una pequeña novelita completa en sí. Lo probé en Parménides, y salió bastante bien. Aun así, no volví a usarlo y reincidí en mis finales malos. Es que un buen final contribuye a hacer de la novela un producto, un resultado de un trabajo bien hecho. Y yo quiero mantener abierto el proceso.
Salvo que esto sea una excusa para justificar la pereza y el desgano. Pero soy bastante sincero cuando digo que no me gusta que el lector termine el libro poniéndose en juez y me absuelva, o en profesor y me ponga una buena nota. Prefiero que me juzguen por mí, por el escritor que soy, y no por los libros que escribo.

Perinola, el protagonista de Parménides se enfrenta a un proyecto,  que se detiene durante años en los preliminares, hasta que haya un procedimiento y escribe. ¿En qué consistiría la oposición entre proyecto y procedimiento? ¿Tiene relación con esta preferencia por el proceso antes que por el resultado?
Durante una época, hace unos veinte años, yo no abría la boca si no era para hablar del Procedimiento: decía que la función del artista no era crear obras sino crear el procedimiento para que las obras se hicieran solas, que "la poesía debe ser hecha por todos, no por uno", y muchas cosas más por el estilo, que sonaban bien pero no tenían mucho sentido. Supongo que lo decía para hacerme el interesante. Por supuesto, nunca puse en práctica nada de eso. Seguía escribiendo mis novelas, como las sigo escribiendo, sin procedimiento alguno y sin esperanzas de que algún día lleguen a escribirse solas. No me siento culpable de fraude, porque la culpa no es del todo mía. A los escritores nos están pidiendo teorías todo el tiempo, y cedemos a la tentación de darles el gusto, por cortesía, por juego, o para que no nos tengan por unos brutos. En mi caso al menos, inventar una teoría es un acto tan imaginativo, y tan irresponsable, como inventar el argumento de una novela. No creo que le haga daño a nadie, y hasta podría acertar con alguna verdad útil.
Tampoco estoy tan seguro de la superioridad del proceso sobre el resultado. Teóricamente suena bien, pero en la práctica me da la impresión de que ese arte "process oriented" que ahora está de moda corre el peligro del ombliguismo o narcisismo o de terminar girando sobre sí mismo en una estúpida infatuación. Creo que yo no siempre he escapado de ese peligro.

Da la sensación de que el Diario de la hepatitis (1993) refleja una crisis deliberada sobre el sentido de su escritura, ¿se trataría, de ser así, de un experimento para huir del peligro que significaría seguir un proyecto?
Yo diría que la crisis, el desaliento y el autoengaño terapéutico son los tres componentes del estado normal de un escritor. Lo que dijo Horacio es cierto e inescapable: como la literatura no tiene ninguna utilidad, su única razón de ser es que sea buenísima. Y aun si nos convencemos de que estamos agregando otro autor buenísimo a la lista, ¿quién lo necesita? Ya hay demasiados. Por suerte, hay una cierta edad en la vida en la que eso deja de preocupar.

En Los dos payasos (1995), los protagonistas escenifican en el circo un chiste harto conocido que, sin embargo, provoca la risa del público. Las explicaciones y digresiones del narrador logran, además, que el lector no padezca los inconvenientes de la repetición. Al contrario. ¿Es un ajuste de cuentas con quienes le acusan de repetitivo, de transitar por motivos similares —finales catastróficos, sabios locos, miniaturas, la sonrisa seria, anacronismos, pastiches, indolencia, etc.— aunque muten de un libro a otro? ¿Tiene algo que ver, además, con su crítica a la búsqueda del efecto en la literatura?
No me molestaría repetirme, quizás me tomarían más en serio. He notado que la limitación a unos pocos temas y procedimientos funciona como una garantía de seriedad e importancia. Tener un solo tema y escribir siempre lo mismo lo pone a uno en el camino al Premio Nobel.
Esta novelita de Los dos payasos, creo que tuvo algo de desafío técnico, de apuesta: hacer de un solo chiste (viejo y malo, además) todo un libro. Aunque el libro que salió resultó muy breve, casi un chiste de libro. Y también fue un homenaje, muy en clave, a un amigo muerto. Ahora que lo pienso, la mayoría de mis libros tienen algo de apuesta y algo de homenaje, apuesta en la forma, homenaje en el contenido. (¿O será el revés?)

En El secreto del presente, una de las cuatro novelas que componen el volumen Las aventuras de Barbaverde (2008), encontramos un Egipto sorprendente. Como escenario, parece más bien un elaborado pastiche en el que se acumulan tópicos y anacronismos de muy diversa procedencia. La princesa primavera (2000) o Yo era una niña de siete años formarían también parte de un grupo de novelas en las que el pastiche predomina a la hora de amalgamar la acción. ¿De dónde viene esa necesidad de trabajar con tópicos y encajarlos situaciones aparentemente disparatadas?
Usar los clichés de la cultura popular más plebeya (comics, teleteatro, cine malo) es una medida de economía; con pocos recursos queda planteada una situación, reconocible porque ya está en el inconsciente colectivo. Al librarse del trabajo de construcción de los antecedentes del relato, uno puede dedicarse a cosas más interesantes, como la modulación de los sentidos, la multiplicación de los detalles, la creación de atmósferas.

En Los juguetes, incluido también en Las aventuras de Barbaverde, el sabio loco de turno intenta sustituir la realidad por un simulacro para dominar el mundo. Tal vez, la novela en la que plantea esta substitución de la realidad por un simulacro de manera más radical sea La prueba (1992), en la que unas adolescentes causan una matanza en un supermercado en nombre del amor. ¿Considera que este tema recurrente en su obra alude al síntoma de alguna enfermedad social? ¿O se trata, simplemente, de un mecanismo literario?
No, no creo que haya enfermedades sociales. Eso sería una metáfora, y bastante peligrosa. Una profesora que escribió sobre mí dijo que lo único que encontraba en común en todas mis novelas era la problematización de la realidad, o del concepto de realidad. No sé si será cierto, pero me gusta cómo suena. De hecho, es bastante obvio: para alguien que se decide a escribir literatura, la realidad tiene que haber sido un problema. Si no, se dedicaría a otra cosa.

Precisamente, el uso de clichés procedentes de la cultura popular no parece destinado a celebrarla sino, como bien dice la profesora, a "problematizar la realidad". ¿Tendría que ver esta actitud suya con la buena acogida de sus obras en el ámbito académico?
En efecto, creo que mis experimentos narratológicos, al estar construidos con una materia vil, quedan expuestos con toda claridad, servidos "en bandeja de plata" para profesores y tesistas. Los conceptos de Deleuze, por ejemplo, se necesita ser Deleuze para aplicarlos a Kafka o a Proust, pero cualquier principiante puede aplicarlos a mis novelas.

¿Se debe esta razón  que se recree en ocasiones parodiando un cierto lenguaje posestructuralista?
Si hay parodia, es involuntaria. No me gusta la parodia, está muy gastada como recurso literario, y si quisiera hacerla no me saldría: para parodiar un discurso se necesita estar bien parado en el discurso propio, y tener una seguridad en uno mismo que a mí me falta (nada me falta tanto).

Canto castrato se desenvuelve en un ámbito que actualmente se considera alta cultura: la ópera barroca. Sin embargo, usted trata ese entorno operístico como un medio en el que impera el gusto por el simulacro, un artificio de apariencia sofisticada que se sostendría gracias a la improvisación y a que, en realidad, no interesaba realmente al público que asistía a las representaciones. ¿No hay en esta novela una crítica implícita a la situación alta cultura entonces y hoy en día?
En esa época yo hacía informes para una editorial, por lo que leía muchísima "comercial fiction" norteamericana. Estaban de moda, en la estela que había dejado el éxito de El Nombre de la Rosa, los "best-sellers de calidad": la "calidad" la ponían los temas, que casi siempre eran de tipo "cultural", tomados del catálogo de la alta cultura. El tratamiento era de "baja cultura", con filtro californiano. Cometí el error de pensar que yo también podía hacerlo. Esas cosas no se pueden hacer desde afuera. Se necesita mucha sinceridad, mucha convicción, para escribir mal. Además, ahí me demostré lo poco que me conocía a mí mismo y a mis posibilidades, porque lo mío es exactamente lo contrario: es el tratamiento de alta cultura de un material de la cultura popular.
Esto me ha traído recuerdos. Aquella editorial para la que yo hacía informes ("lecturas", se llamaban), era la más grande de la Argentina, y había hecho millones con Stephen King, Sidney Sheldon, Wilbur Smith y cosas así. Yo era amigo del dueño, que sabía perfectamente que cualquier cosa que estuviera por debajo del nivel de Henry James a mí me parecería malo, y aun así leía con el mayor interés mis informes, escandalizadamente negativos, sobre Stephen King, Sidney Sheldon, Wilbur Smith. Supongo que los leería "al revés", y quizás toda la relación de alta y baja cultura se resume en esta inversión, y toda la teoría está de más.

Volviendo a El secreto del presente, Luxor, el pueblo egipcio invadido por expediciones arqueológicas en que transcurre la acción, acoge una Bienal de Arte Contemporáneo. Karina, el personaje que la visita, "empezó a encontrar ridículo todo, a irritarse contra esas «obras» que eran un montón de piedras o una feas fotos ampliadas al tamaño de paredes, o un video borroso de una fiesta, o una pila de cajas de cartón". ¿Podemos identificar esta opinión con la suya propia?
Mis novelas, como se lo he contado muchas veces a muchos entrevistadores, las voy inventando a medida que las escribo, y las cosas que pasan en ellas me las dictan las cosas que me pasan a mí. Cuando estaba escribiendo esta novelita, la segunda de las aventuras de Barbaverde, fui a Francia, y una amiga me llevó a ver la Bienal de Arte Contemporáneo de Lyon. Llegamos temprano a la mañana, y el Museo en el que se exponía parte de la Bienal todavía estaba cerrado, así que fuimos a hacer tiempo al parque que había frente al Museo, que se llamaba parque de "La Tête d'Or", quién sabe por qué (es un barrio muy chic de Lyon). Paseamos por el parque, lo recorrimos en el trencito, y cuando abrió el Museo, a las diez, entramos. Mi amiga, vehemente enemiga del arte contemporáneo, protestó todo el tiempo, tanto que me juré no ir nunca más a ver una exposición con ella. Después fuimos a almorzar, y en la mesa junto a la nuestra había unos tipos sospechosos, hablando de organizar una "soirée pédé"... En fin, todo lo que está en la novela pasó en la realidad, con algunos pequeños cambios. La "Tête d'Or" se volvió "la Cabeza de Horus", Lyon se volvió Luxor, y algunas cosas quedaron sin cambios, como mi convicción de que Olafur Eliasson es un fraude, y Dieter Roth fue un gran artista.

La escena más interesante de La cena (2006) tal vez sea el espectáculo de la miniatura con el que el anfitrión obsequia a los invitados: una abigarrada acumulación de verdaderos milagros de la mecánica, más maravilloso incluso que el ataque zombi que padece la ciudad de Coronel Pringles, unas páginas más adelante. ¿Alude ese mecanismo tan complejo como imposible a la manera de componer sus novelas?
No lo recordaba, pero sí, es una buena observación. Esa escena del hombre gordo que entra todas las tardes al cuarto de su anciana madre ciega y le canta un tango, y de abajo de la cama salen aves blancas arrastrándose, la había pensado como punto de partida de una novela. Pero esa clase de cosas tengo que verosimilizarlas una por una (por qué se había quedado ciega la vieja, por qué el hijo le cantaba tangos, por qué había aves debajo de la cama, por qué salían arrastrándose al oírlo). Me dio pereza, o pensé que no valía la pena, y la usé como miniatura mecánica, sin verosímil (pero queda latente). Quizás todas mis novelas estuvieron en esa alternativa, de ser novelas o ser miniaturas mecánicas.

En Fragmentos de un diario en los Alpes (2002) muestra con gran detalle una cierta atracción por determinados objetos: "muñecos, juguetes, miniaturas, enseres figurativos (una percha hombre, una lámpara planta), útiles vanos y decoraciones eficaces, todo en perspectivas de historia y capricho". ¿Se trata de alguna deuda o reconocimiento hacia las vanguardias artísticas?
En ese libro, que no es una novela sino la transcripción parcial de un diario que llevé durante una estada en casa de amigos, no me propuse otra cosa que la celebración de una semana de felicidad y amistad. Es cierto que la casa (y sus dueños) parecían salidos de una novela mía, pero creo que siempre es así, y que ahí está la clave del realismo: la realidad sobre la que escribimos es la que más se parece a nuestra imaginación.
"Vanguardia" ("esa metáfora militar", dijo Baudelaire) es una palabra, y cada cual va a definirla a su gusto. Para mí no es otra cosa que la creación de valores y paradigmas nuevos. (Siempre digo lo mismo, y ya debo de estar cansando.) Por ejemplo, para volver a una pregunta anterior, mis finales son "vanguardistas", porque no se ajustan al paradigma establecido de "buen final".

Aún a riesgo de cansarle yo también ¿En qué consistiría ser vanguardista hoy en día? ¿Comparte las tesis defendidas por Damián Tabarovsky en Literatura de izquierda?
Hoy igual que ayer, y siempre, ser vanguardista (según mi definición personal, que no pretendo imponerle a nadie) es no aceptar que lo bueno es bueno y lo malo es malo, e inventarse una nueva definición de lo bueno y lo malo, y no pretender imponérsela a nadie.

Tanto en las obras más experimentales como en las más reflexivas, usted es fiel a una prosa sencilla, a menudo puramente informativa. ¿No le atrae la experimentación lingüística?
Quiero que el lector vea lo que yo vi en mi imaginación, y que lo vea exactamente como yo lo vi. Para eso se necesita claridad y precisión, y no juegos de palabras.
Sin embargo, hace poco me pasó algo curioso. Leí una novela de un joven escritor que me imitaba, deliberada y confesadamente, a modo de homenaje. Estaban todos mis temas y procedimientos y personajes, y me resultó muy halagador y gratificante. Pero al terminarla dije: "Es una novela mía, escrita en prosa". Es decir, sentí que faltaba algo, que hasta entonces no había sospechado que estaba en mis novelas.

Pese a ser un autor muy apreciado y discutido en los círculos literarios, da la sensación de no haber creado escuela. ¿Le tranquiliza la idea de no tener discípulos?
Mis libros nunca se vendieron ni siquiera moderadamente bien, y supongo que ésa debe de ser la mejor disuasión a la hora de elegir maestro.

¿Cómo surgió la idea de la liebre legibreriana?
Lo de "liebre legibreriana" me vino en un sueño. Eran solamente esas dos palabras, sin imágenes, pero rindieron mucho, porque me dieron material para tres novelas. A los novelistas siempre nos preguntan de dónde nos vienen los asuntos, y casi siempre tenemos que inventar una respuesta, porque casi nunca la sabemos. Es bastante misterioso, qué cosas nos inspiran o estimulan. Lo único que puedo asegurar es que nunca, jamás, va a servirme una de esas historias que todos los días viene alguien a contarme diciendo "esto es para una novela tuya".

¿Se inspiró en su propia experiencia para componer el trío de editores pirata panameños que aparece, por ejemplo, en Varamo (2002) y El mago (2002)?
Eso salió de algo que leí en una biografía de Simenon: se había enterado de que en Panamá estaban haciendo ediciones piratas de sus libros, fue allá, y a punta de pistola se hizo pagar cincuenta mil dólares por el editor. Esa anécdota también fue muy rendidora, porque a partir de ella escribí tres novelas ambientadas en Panamá, que en una época fue realmente un paraíso de la piratería editorial. Supongo que mi fascinación por los editores piratas (y quizás también la simpatía que siento por los editores en general) echa raíces en algún lugar de mi inconsciente donde también están los fabricantes de dinero, de billetes, falsos o no.

En La vida nueva (2007) aparece otro editor bastante peculiar: ante las promesas respecto a la inmediata aparición del libro, el protagonista responde con una calculada indiferencia. Esta indiferencia, que en ocasiones se une un tedio o un cansancio similares, recorre muchas de sus páginas. ¿Se trata de una actitud vital?
Aunque le parezca raro, eso pasó tal como lo cuento, descontada la natural exageración. Achával, mi primer editor y después querido amigo, me daba fechas cada vez más próximas de la aparición de mi libro, y yo tardaba cada vez más en llamarlo. Yo lo hacía por cortesía, por no parecer ansioso, y, sí, por una cierta indiferencia, que me parece que es un rasgo de mi carácter. Pero no es una indiferencia de tedio o cansancio vital, sino más bien de no tomar nada muy en serio, dejar pasar, perdonar, sobre todo perdonarme. Recuerdo el epitafio que se escribió un escritor argentino: "Que Dios le perdone todo lo que él se perdonó a sí mismo".

¿Cuáles son los últimos escritores que le han llamado la atención?
Tengo la bendición de seguir siendo, a mis sesenta años, un lector tan entusiasta y omnívoro como a los quince. Eso me garantiza toda la felicidad que necesito. Leo de todo, todos los días, la mayor parte del día. Y todo es descubrimiento, hasta las relecturas, o sobre todo las relecturas. No podría hacer una lista, porque sería interminable, pero empezaría con Proust, Borges, Lautréamont, Marianne Moore...

¿Y entre los jóvenes  —me refiero, siguiendo las convenciones literarias habituales, a los menores de cincuenta años—, hay alguno que le guste?
Los jóvenes son demasiado convencionales para mi gusto. Prefiero a los viejos excéntricos, como John Ashbery.

 Copi (1991), Alejandra Pizarnik (1998) son dos ensayos sobre escritores que, además, fueron amigos suyos. ¿Tiene previsto escribir algún libro sobre Osvaldo Lamborghini?
Lo he pensado. Pero no sé qué clase de libro resultaría, tan íntima y formadora fue mi amistad con él.

La figura de Osvaldo Lamborghini ha recibido recientemente una importante difusión: con pocos meses de diferencia han sido publicados Teatro proletario de cámara, la biografía de Strafacce y los ensayos editados por Juan Pablo Dabove y Natalia Brizuela. ¿Cómo ha vivido este resurgimiento?
Lamborghini fue uno de esos talentos que por su mera presencia elevan el nivel de exigencia, ponen más alta la marca, y lo cambian todo. Creo que apenas estamos empezando a hacernos cargo, como antes hubo que hacerse cargo de Borges.

El protagonista de Canto Castrato mantiene una actitud de indiferencia con el canto: su voz, sin embargo, es asombrosa. El protagonista de Las aventuras de Barbaverde malinterpreta y mezcla las informaciones que utiliza para escribir unas crónicas que resultan ser todo un éxito. El protagonista de Varamo sigue los consejos de los tres editores pirata de Panamá e improvisa el mejor poema vanguardista hispanoamericano. Podría mencionar muchos más personajes que se mueven entre la indiferencia, el desgano, la improvisación, etc. pero que consiguen crear algo insólito, casi maravilloso. ¿Son diferentes asedios a un mismo ideal de escritura?
No, los Ideales no son tan precarios ni tan escépticos. Una vez terminé una novela con la frase: "Las cosas salen bien sólo por casualidad", y es lo que pienso, de verdad.

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