Pese a que la editorial Mondadori viene ofreciendo volúmenes en los que se
reúnen tres o más obras que aparecieron originalmente separadas, la mayor parte
de sus libros circula dispersa entre varias editoriales, muchas de ellas de
difícil acceso. Recientemente, Interzona Editora ha declarado el cese de su
actividad editorial, sin que quede claro qué sucederá con el fondo publicado
hasta ahora, donde podemos encontrar dos libros suyos: Yo era una chica moderna (2004) y Yo era una niña de siete años (2005). ¿No le preocupa la dificultad
que esta dispersión supone para sus lectores?
No, no me preocupa. Al contrario: me
preocuparía aparecer ante mis eventuales lectores como un producto, como algo
que se ofrece y se publicita y se le acerca al consumidor. Algo de eso pasa, es inevitable, porque los
editores tienen que hacer su negocio. Pero compenso con las pequeñas
editoriales independientes, gracias a las cuales consigo mantener oculta una
parte de mi obra. Un poco de misterio no le hace mal a la literatura. Como lo
sabe bien cualquier lector, un componente importante del placer de la lectura
es encontrar al fin el libro, es decir haber salido a buscarlo, por iniciativa
propia del deseo o el capricho. Si te lo traen a tu casa, es como si valiera
menos. Además, me gusta esa cortesía del libro, de saber esperar a su lector,
si es necesario durante muchos años.
Da la sensación que la dispersión editorial se relaciona con el gusto por
los personajes viajeros; incluso en las novelas con pocos escenarios, hay un
movimiento constante: en Las
conversaciones (2007), por ejemplo, el protagonista insomne recrea desde el
lecho una conversación que le lleva de Hollywood a Ucrania, entre suposiciones
y escenas de película.
No lo había notado, pero sí, hay una
cierta inestabilidad en mis personajes, no sólo por su movilidad tempoespacial
sino también por la reconfiguración que van sufriendo a lo largo de la novela.
Supongo que se debe a que no construyo psicológicamente a los personajes; los
hago apenas instrumentos de la historia, y como las historias de mis novelas
las voy inventando a medida que las escribo, y cambian de rumbo todo el tiempo,
es inevitable que los personajes se transformen todo el tiempo (y estoy
convencido de que en la vida real pasa lo mismo).
Varios protagonistas de sus novelas se llaman César Aira: un niño que se
refiere a sí mismo en femenino en Cómo me
hice monja (1993), un médico
paranormal en Las curas milagrosas del
Doctor Aira (1998), un sabio loco escritor en El congreso de literatura (1997), un escritor de libros de
autoayuda en La Serpiente (1998),
etc. ¿Estas mutaciones de la ficción tienen algo que ver con el movimiento y la
dispersión de que hablábamos antes?
Hay muchas cosas en mis libros (casi
todas, o todas) que no puedo explicar. Me temo que a los escritores más que el
sentido nos importa el sonido, o en todo caso el sonido del sentido. A veces
invento una explicación a posteriori. Por ejemplo en Las Curas Milagrosas del Doctor Aira, que el protagonista tenga mi
nombre indicaría que hay algo así como una alegoría mutua entre escritores y
curanderos. (Pero esa novela la escribí muy en serio, como un exorcismo, para
un amigo que estaba enfermo y murió poco después.) A veces se me ocurre una
explicación en medio de la escritura, y entonces me dedico a sabotearla desde
adentro y por anticipado.
A menudo sus novelas acaban con unos finales tan espectaculares como
desconcertantes. ¿Podrían considerarse también como un sabotaje de todas las
páginas precedentes?
Siempre creí que los finales
precipitados y poco elaborados de mis novelas se debían a la pereza, al
aburrimiento, a las ganas de terminar de una vez para empezar otra. Algo de eso
debe de haber, porque para mí todo el placer de escribir una novela está en
empezarla, en partir a la aventura, lleno de esperanzas. Lo ideal sería
dejarlas inconclusas. Pero hay un modo de darles un buen fin: detenerme antes
del último capítulo o el último episodio, y planearlo como una pequeña novelita
completa en sí. Lo probé en Parménides,
y salió bastante bien. Aun así, no volví a usarlo y reincidí en mis finales
malos. Es que un buen final contribuye a hacer de la novela un producto, un
resultado de un trabajo bien hecho. Y yo quiero mantener abierto el proceso.
Salvo que esto sea una excusa para
justificar la pereza y el desgano. Pero soy bastante sincero cuando digo que no
me gusta que el lector termine el libro poniéndose en juez y me absuelva, o en
profesor y me ponga una buena nota. Prefiero que me juzguen por mí, por el
escritor que soy, y no por los libros que escribo.
Perinola, el protagonista de Parménides
se enfrenta a un proyecto, que se
detiene durante años en los preliminares, hasta que haya un procedimiento y
escribe. ¿En qué consistiría la oposición entre proyecto y procedimiento?
¿Tiene relación con esta preferencia por el proceso antes que por el resultado?
Durante una época, hace unos veinte
años, yo no abría la boca si no era para hablar del Procedimiento: decía que la
función del artista no era crear obras sino crear el procedimiento para que las
obras se hicieran solas, que "la poesía debe ser hecha por todos, no por
uno", y muchas cosas más por el estilo, que sonaban bien pero no tenían
mucho sentido. Supongo que lo decía para hacerme el interesante. Por supuesto,
nunca puse en práctica nada de eso. Seguía escribiendo mis novelas, como las
sigo escribiendo, sin procedimiento alguno y sin esperanzas de que algún día
lleguen a escribirse solas. No me siento culpable de fraude, porque la culpa no
es del todo mía. A los escritores nos están pidiendo teorías todo el tiempo, y
cedemos a la tentación de darles el gusto, por cortesía, por juego, o para que
no nos tengan por unos brutos. En mi caso al menos, inventar una teoría es un
acto tan imaginativo, y tan irresponsable, como inventar el argumento de una
novela. No creo que le haga daño a nadie, y hasta podría acertar con alguna
verdad útil.
Tampoco estoy tan seguro de la
superioridad del proceso sobre el resultado. Teóricamente suena bien, pero en
la práctica me da la impresión de que ese arte "process oriented" que
ahora está de moda corre el peligro del ombliguismo o narcisismo o de terminar
girando sobre sí mismo en una estúpida infatuación. Creo que yo no siempre he
escapado de ese peligro.
Da la sensación de que el Diario de
la hepatitis (1993) refleja una crisis deliberada sobre el sentido de su
escritura, ¿se trataría, de ser así, de un experimento para huir del peligro
que significaría seguir un proyecto?
Yo diría que la crisis, el
desaliento y el autoengaño terapéutico son los tres componentes del estado
normal de un escritor. Lo que dijo Horacio es cierto e inescapable: como la
literatura no tiene ninguna utilidad, su única razón de ser es que sea
buenísima. Y aun si nos convencemos de que estamos agregando otro autor
buenísimo a la lista, ¿quién lo necesita? Ya hay demasiados. Por suerte, hay
una cierta edad en la vida en la que eso deja de preocupar.
En Los dos payasos (1995), los protagonistas escenifican en el circo
un chiste harto conocido que, sin embargo, provoca la risa del público. Las
explicaciones y digresiones del narrador logran, además, que el lector no
padezca los inconvenientes de la repetición. Al contrario. ¿Es un ajuste de
cuentas con quienes le acusan de repetitivo, de transitar por motivos similares
—finales catastróficos, sabios locos, miniaturas, la sonrisa seria,
anacronismos, pastiches, indolencia, etc.— aunque muten de un libro a otro?
¿Tiene algo que ver, además, con su crítica a la búsqueda del efecto en la
literatura?
No me molestaría repetirme, quizás
me tomarían más en serio. He notado que la limitación a unos pocos temas y
procedimientos funciona como una garantía de seriedad e importancia. Tener un
solo tema y escribir siempre lo mismo lo pone a uno en el camino al Premio
Nobel.
Esta novelita de Los dos payasos, creo que tuvo algo de
desafío técnico, de apuesta: hacer de un solo chiste (viejo y malo, además)
todo un libro. Aunque el libro que salió resultó muy breve, casi un chiste de
libro. Y también fue un homenaje, muy en clave, a un amigo muerto. Ahora que lo
pienso, la mayoría de mis libros tienen algo de apuesta y algo de homenaje,
apuesta en la forma, homenaje en el contenido. (¿O será el revés?)
En El secreto del presente, una de las cuatro novelas que componen el
volumen Las aventuras de Barbaverde
(2008), encontramos un Egipto sorprendente. Como escenario, parece más bien un
elaborado pastiche en el que se acumulan tópicos y anacronismos de muy diversa
procedencia. La princesa primavera
(2000) o Yo era una niña de siete años
formarían también parte de un grupo de novelas en las que el pastiche predomina
a la hora de amalgamar la acción. ¿De dónde viene esa necesidad de trabajar con
tópicos y encajarlos situaciones aparentemente disparatadas?
Usar los clichés de la cultura
popular más plebeya (comics, teleteatro, cine malo) es una medida de economía;
con pocos recursos queda planteada una situación, reconocible porque ya está en
el inconsciente colectivo. Al librarse del trabajo de construcción de los
antecedentes del relato, uno puede dedicarse a cosas más interesantes, como la
modulación de los sentidos, la multiplicación de los detalles, la creación de
atmósferas.
En Los juguetes, incluido también
en Las aventuras de Barbaverde, el
sabio loco de turno intenta sustituir la realidad por un simulacro para dominar
el mundo. Tal vez, la novela en la que plantea esta substitución de la realidad
por un simulacro de manera más radical sea La
prueba (1992), en la que unas adolescentes causan una matanza en un
supermercado en nombre del amor. ¿Considera que este tema recurrente en su obra
alude al síntoma de alguna enfermedad social? ¿O se trata, simplemente, de un
mecanismo literario?
No, no creo que haya enfermedades
sociales. Eso sería una metáfora, y bastante peligrosa. Una profesora que
escribió sobre mí dijo que lo único que encontraba en común en todas mis
novelas era la problematización de la realidad, o del concepto de realidad. No
sé si será cierto, pero me gusta cómo suena. De hecho, es bastante obvio: para
alguien que se decide a escribir literatura, la realidad tiene que haber sido
un problema. Si no, se dedicaría a otra cosa.
Precisamente, el uso de clichés procedentes de la cultura popular no parece
destinado a celebrarla sino, como bien dice la profesora, a "problematizar
la realidad". ¿Tendría que ver esta actitud suya con la buena acogida de
sus obras en el ámbito académico?
En efecto, creo que mis experimentos
narratológicos, al estar construidos con una materia vil, quedan expuestos con
toda claridad, servidos "en bandeja de plata" para profesores y
tesistas. Los conceptos de Deleuze, por ejemplo, se necesita ser Deleuze para
aplicarlos a Kafka o a Proust, pero cualquier principiante puede aplicarlos a
mis novelas.
¿Se debe esta razón que se recree en
ocasiones parodiando un cierto lenguaje posestructuralista?
Si hay parodia, es involuntaria. No
me gusta la parodia, está muy gastada como recurso literario, y si quisiera
hacerla no me saldría: para parodiar un discurso se necesita estar bien parado
en el discurso propio, y tener una seguridad en uno mismo que a mí me falta
(nada me falta tanto).
Canto castrato se desenvuelve en un ámbito que actualmente se
considera alta cultura: la ópera barroca. Sin embargo, usted trata ese entorno
operístico como un medio en el que impera el gusto por el simulacro, un
artificio de apariencia sofisticada que se sostendría gracias a la
improvisación y a que, en realidad, no interesaba realmente al público que
asistía a las representaciones. ¿No hay en esta novela una crítica implícita a
la situación alta cultura entonces y hoy en día?
En esa época yo hacía informes para
una editorial, por lo que leía muchísima "comercial fiction"
norteamericana. Estaban de moda, en la estela que había dejado el éxito de El Nombre de la Rosa, los
"best-sellers de calidad": la "calidad" la ponían los
temas, que casi siempre eran de tipo "cultural", tomados del catálogo
de la alta cultura. El tratamiento era de "baja cultura", con filtro
californiano. Cometí el error de pensar que yo también podía hacerlo. Esas
cosas no se pueden hacer desde afuera. Se necesita mucha sinceridad, mucha
convicción, para escribir mal. Además, ahí me demostré lo poco que me conocía a
mí mismo y a mis posibilidades, porque lo mío es exactamente lo contrario: es
el tratamiento de alta cultura de un material de la cultura popular.
Esto me ha traído recuerdos. Aquella
editorial para la que yo hacía informes ("lecturas", se llamaban),
era la más grande de la Argentina, y había hecho millones con Stephen King,
Sidney Sheldon, Wilbur Smith y cosas así. Yo era amigo del dueño, que sabía
perfectamente que cualquier cosa que estuviera por debajo del nivel de Henry
James a mí me parecería malo, y aun así leía con el mayor interés mis informes,
escandalizadamente negativos, sobre Stephen King, Sidney Sheldon, Wilbur Smith.
Supongo que los leería "al revés", y quizás toda la relación de alta
y baja cultura se resume en esta inversión, y toda la teoría está de más.
Volviendo a El secreto del presente,
Luxor, el pueblo egipcio invadido por expediciones arqueológicas en que
transcurre la acción, acoge una Bienal de Arte Contemporáneo. Karina, el
personaje que la visita, "empezó a encontrar ridículo todo, a irritarse
contra esas «obras» que eran un montón de piedras o una feas fotos ampliadas al
tamaño de paredes, o un video borroso de una fiesta, o una pila de cajas de
cartón". ¿Podemos identificar esta opinión con la suya propia?
Mis novelas, como se lo he contado
muchas veces a muchos entrevistadores, las voy inventando a medida que las
escribo, y las cosas que pasan en ellas me las dictan las cosas que me pasan a
mí. Cuando estaba escribiendo esta novelita, la segunda de las aventuras de
Barbaverde, fui a Francia, y una amiga me llevó a ver la Bienal de Arte
Contemporáneo de Lyon. Llegamos temprano a la mañana, y el Museo en el que se
exponía parte de la Bienal todavía estaba cerrado, así que fuimos a hacer
tiempo al parque que había frente al Museo, que se llamaba parque de "La
Tête d'Or", quién sabe por qué (es un barrio muy chic de Lyon). Paseamos
por el parque, lo recorrimos en el trencito, y cuando abrió el Museo, a las
diez, entramos. Mi amiga, vehemente enemiga del arte contemporáneo, protestó
todo el tiempo, tanto que me juré no ir nunca más a ver una exposición con
ella. Después fuimos a almorzar, y en la mesa junto a la nuestra había unos
tipos sospechosos, hablando de organizar una "soirée pédé"... En fin,
todo lo que está en la novela pasó en la realidad, con algunos pequeños
cambios. La "Tête d'Or" se volvió "la Cabeza de Horus",
Lyon se volvió Luxor, y algunas cosas quedaron sin cambios, como mi convicción
de que Olafur Eliasson es un fraude, y Dieter Roth fue un gran artista.
La escena más interesante de La cena
(2006) tal vez sea el espectáculo de la miniatura con el que el anfitrión
obsequia a los invitados: una abigarrada acumulación de verdaderos milagros de
la mecánica, más maravilloso incluso que el ataque zombi que padece la ciudad
de Coronel Pringles, unas páginas más adelante. ¿Alude ese mecanismo tan
complejo como imposible a la manera de componer sus novelas?
No lo recordaba, pero sí, es una
buena observación. Esa escena del hombre gordo que entra todas las tardes al
cuarto de su anciana madre ciega y le canta un tango, y de abajo de la cama
salen aves blancas arrastrándose, la había pensado como punto de partida de una
novela. Pero esa clase de cosas tengo que verosimilizarlas una por una (por qué
se había quedado ciega la vieja, por qué el hijo le cantaba tangos, por qué
había aves debajo de la cama, por qué salían arrastrándose al oírlo). Me dio
pereza, o pensé que no valía la pena, y la usé como miniatura mecánica, sin
verosímil (pero queda latente). Quizás todas mis novelas estuvieron en esa
alternativa, de ser novelas o ser miniaturas mecánicas.
En Fragmentos de un diario en los
Alpes (2002) muestra con gran detalle una cierta atracción por determinados
objetos: "muñecos, juguetes, miniaturas, enseres figurativos (una percha
hombre, una lámpara planta), útiles vanos y decoraciones eficaces, todo en
perspectivas de historia y capricho". ¿Se trata de alguna deuda o
reconocimiento hacia las vanguardias artísticas?
En ese libro, que no es una novela
sino la transcripción parcial de un diario que llevé durante una estada en casa
de amigos, no me propuse otra cosa que la celebración de una semana de
felicidad y amistad. Es cierto que la casa (y sus dueños) parecían salidos de
una novela mía, pero creo que siempre es así, y que ahí está la clave del
realismo: la realidad sobre la que escribimos es la que más se parece a nuestra
imaginación.
"Vanguardia" ("esa
metáfora militar", dijo Baudelaire) es una palabra, y cada cual va a
definirla a su gusto. Para mí no es otra cosa que la creación de valores y
paradigmas nuevos. (Siempre digo lo mismo, y ya debo de estar cansando.) Por
ejemplo, para volver a una pregunta anterior, mis finales son
"vanguardistas", porque no se ajustan al paradigma establecido de
"buen final".
Aún a riesgo de cansarle yo también ¿En qué consistiría ser vanguardista
hoy en día? ¿Comparte las tesis defendidas por Damián Tabarovsky en Literatura de izquierda?
Hoy igual que ayer, y siempre, ser
vanguardista (según mi definición personal, que no pretendo imponerle a nadie)
es no aceptar que lo bueno es bueno y lo malo es malo, e inventarse una nueva
definición de lo bueno y lo malo, y no pretender imponérsela a nadie.
Tanto en las obras más experimentales como en las más reflexivas, usted es
fiel a una prosa sencilla, a menudo puramente informativa. ¿No le atrae la
experimentación lingüística?
Quiero que el lector vea lo que yo
vi en mi imaginación, y que lo vea exactamente como yo lo vi. Para eso se necesita
claridad y precisión, y no juegos de palabras.
Sin embargo, hace poco me pasó algo
curioso. Leí una novela de un joven escritor que me imitaba, deliberada y
confesadamente, a modo de homenaje. Estaban todos mis temas y procedimientos y
personajes, y me resultó muy halagador y gratificante. Pero al terminarla dije:
"Es una novela mía, escrita en prosa". Es decir, sentí que faltaba
algo, que hasta entonces no había sospechado que estaba en mis novelas.
Pese a ser un autor muy apreciado y discutido en los círculos literarios,
da la sensación de no haber creado escuela. ¿Le tranquiliza la idea de no tener
discípulos?
Mis libros nunca se vendieron ni
siquiera moderadamente bien, y supongo que ésa debe de ser la mejor disuasión a
la hora de elegir maestro.
¿Cómo surgió la idea de la liebre legibreriana?
Lo de "liebre
legibreriana" me vino en un sueño. Eran solamente esas dos palabras, sin
imágenes, pero rindieron mucho, porque me dieron material para tres novelas. A
los novelistas siempre nos preguntan de dónde nos vienen los asuntos, y casi
siempre tenemos que inventar una respuesta, porque casi nunca la sabemos. Es
bastante misterioso, qué cosas nos inspiran o estimulan. Lo único que puedo
asegurar es que nunca, jamás, va a servirme una de esas historias que todos los
días viene alguien a contarme diciendo "esto es para una novela
tuya".
¿Se inspiró en su propia experiencia para componer el trío de editores
pirata panameños que aparece, por ejemplo, en Varamo (2002) y El mago
(2002)?
Eso salió de algo que leí en una
biografía de Simenon: se había enterado de que en Panamá estaban haciendo
ediciones piratas de sus libros, fue allá, y a punta de pistola se hizo pagar
cincuenta mil dólares por el editor. Esa anécdota también fue muy rendidora,
porque a partir de ella escribí tres novelas ambientadas en Panamá, que en una
época fue realmente un paraíso de la piratería editorial. Supongo que mi
fascinación por los editores piratas (y quizás también la simpatía que siento
por los editores en general) echa raíces en algún lugar de mi inconsciente
donde también están los fabricantes de dinero, de billetes, falsos o no.
En La vida nueva (2007) aparece
otro editor bastante peculiar: ante las promesas respecto a la inmediata
aparición del libro, el protagonista responde con una calculada indiferencia.
Esta indiferencia, que en ocasiones se une un tedio o un cansancio similares,
recorre muchas de sus páginas. ¿Se trata de una actitud vital?
Aunque le parezca raro, eso pasó tal
como lo cuento, descontada la natural exageración. Achával, mi primer editor y
después querido amigo, me daba fechas cada vez más próximas de la aparición de
mi libro, y yo tardaba cada vez más en llamarlo. Yo lo hacía por cortesía, por
no parecer ansioso, y, sí, por una cierta indiferencia, que me parece que es un
rasgo de mi carácter. Pero no es una indiferencia de tedio o cansancio vital, sino
más bien de no tomar nada muy en serio, dejar pasar, perdonar, sobre todo
perdonarme. Recuerdo el epitafio que se escribió un escritor argentino:
"Que Dios le perdone todo lo que él se perdonó a sí mismo".
¿Cuáles son los últimos escritores que le han llamado la atención?
Tengo la bendición de seguir siendo,
a mis sesenta años, un lector tan entusiasta y omnívoro como a los quince. Eso
me garantiza toda la felicidad que necesito. Leo de todo, todos los días, la
mayor parte del día. Y todo es descubrimiento, hasta las relecturas, o sobre
todo las relecturas. No podría hacer una lista, porque sería interminable, pero
empezaría con Proust, Borges, Lautréamont, Marianne Moore...
¿Y entre los jóvenes —me refiero,
siguiendo las convenciones literarias habituales, a los menores de cincuenta
años—, hay alguno que le guste?
Los jóvenes son demasiado
convencionales para mi gusto. Prefiero a los viejos excéntricos, como John
Ashbery.
Copi (1991), Alejandra Pizarnik
(1998) son dos ensayos sobre escritores que, además, fueron amigos suyos.
¿Tiene previsto escribir algún libro sobre Osvaldo Lamborghini?
Lo he pensado. Pero no sé qué clase
de libro resultaría, tan íntima y formadora fue mi amistad con él.
La figura de Osvaldo Lamborghini ha recibido recientemente una importante
difusión: con pocos meses de diferencia han sido publicados Teatro proletario de cámara, la
biografía de Strafacce y los ensayos editados por Juan Pablo Dabove y Natalia
Brizuela. ¿Cómo ha vivido este resurgimiento?
Lamborghini fue uno de esos talentos
que por su mera presencia elevan el nivel de exigencia, ponen más alta la
marca, y lo cambian todo. Creo que apenas estamos empezando a hacernos cargo,
como antes hubo que hacerse cargo de Borges.
El protagonista de Canto Castrato
mantiene una actitud de indiferencia con el canto: su voz, sin embargo, es
asombrosa. El protagonista de Las
aventuras de Barbaverde malinterpreta y mezcla las informaciones que utiliza
para escribir unas crónicas que resultan ser todo un éxito. El protagonista de Varamo sigue los consejos de los tres
editores pirata de Panamá e improvisa el mejor poema vanguardista
hispanoamericano. Podría mencionar muchos más personajes que se mueven entre la
indiferencia, el desgano, la improvisación, etc. pero que consiguen crear algo
insólito, casi maravilloso. ¿Son diferentes asedios a un mismo ideal de
escritura?
No, los Ideales no son tan precarios
ni tan escépticos. Una vez terminé una novela con la frase: "Las cosas
salen bien sólo por casualidad", y es lo que pienso, de verdad.